Una esposa feminista es una mujer que, primero elige como esposo a un hombre de mucho mayor estatus que el que ella tiene, y luego utiliza a las instituciones y leyes del Estado para extorsionarlo con demandas categóricas de “igualdad”, destruyendo muy pronto el vínculo de confianza personal, familiar y social que tenía con él.
Dicho de otro modo, una esposa feminista es una mujer barbaján que se vale del aparato legal, de la participación activa y financiamiento del Estado —todo ello potenciado de manera demencial por la tecnología— para destruir aquello que los sociólogos llaman tejido social.

En medio de toda esta diarrea gubernamental fuera de la bacinica, la feminista nunca pierde la ocasión para recordarnos a todos su «derecho a vivir una libre de violencia» en una «cultura de la paz». Como si aún pudiese invocarse aquel torpe y galante refrán de la Inglaterra victoriana hace siglo y medio, que decía: «Las mujeres nunca tienen la culpa».
No estamos, sin embargo, en la torpe y galante Inglaterra victoriana del siglo XIX, sino en el torpe y masoquista México del siglo XXI; en donde toda acción debería tener consecuencias. En una sociedad perdurable y con futuro, ésta enfermedad mental (o al menos eso es lo que parece), o comportamiento sociopático entre muchas mujeres —transmitido por el feminismo— debería ser estudiado, y en su caso, sancionado y abortado de las instituciones políticas y culturales en general, de las finanzas públicas y de las leyes con la debida seriedad y firmeza. En una sociedad perdurable y con futuro, dije. ¿Estaremos aún en una de esas?
El feminismo no funciona hoy, ni funcionará probablemente nunca, porque en sus dos siglos de existencia (o más), no se ha esforzado, o no ha podido, ofrecer una visión integral (aunque sea equivocada o defectuosa) del ser humano. Mucho menos ha podido ofrecer