La envidia es la negación de uno mismo por la afirmación percibida —o falsa— de otro. La envidia es la forma más alta de traición que un ser humano puede consumar contra sí mismo. Contra el milagro espiritual y biológico que cada quien es. La envidia no alcanza ni siquiera a ser el nivel más bajo de autoconocimiento porque, para empezar, la envidia está siempre por debajo de la realidad. Al envidioso le urgen dosis fuertísimas de realismo que lo curen de su loca embriaguez.

A diferencia de la admiración sincera, que nos eleva, nos enaltece, y es disfrute del admirado, la pasión de la envidia nos esclaviza al resentimiento infeliz y torpe de lo que otros son y nosotros no podemos ser o tener, en circunstancias que no son las nuestras.
La envidia es mala en todas las personas y en todas las profesiones. Hay una profesión, sin embargo, en la que la envidia, —por su capacidad de transmisión a las generaciones siguientes — es particularmente vandálica y porcina: la docencia. En todos sus niveles, desde preescolar hasta la universidad