Hay dos formas de vivir nuestra vida: como alguien «a cargo» o como un «encargado». Es decir como jefes o como empleados. Gracias al que escribió el libro ese del «padre rico, hijo pobre…etc.», o ese otro autor del «soy un cerdo capitalista», gracias a ellos y tantos otros cerros más, lo de hoy es pensar que uno debe ser «jefe de sí mismo» (seas pintor, o presidente de la suprema corte) y que ser empleado de otros es para mentes agachadas y mediocres, o para gente sin aspiraciones.
Júpiter (foto: Jerónimo Roure) Publicación simultánea con El Universal
Pero no es así como han pensado muchos de los grandes líderes políticos y empresariales de la historia (y peor tantito si han sido judíos, el pueblo elegido). No, muchas de estas grandes figuras de todos los tiempos se han visto a sí mismos como no otra cosa que empleaditos. Así es, empleaditos al servicio de Dios —o de los dioses—, nada menos. Y con instrucciones expresas
¿Has entrado alguna vez a una casa en la que el dueño tenga sus baños separados por sexo? Sería costoso y una especie de loca excentricidad practicable solo en una mansión. Y ni los Locos Adams. Todos conocemos los llamados «baños neutros» porque son lo que todos tenemos en nuestras casas. ¿Por qué entonces los separamos por sexo en los espacios públicos: estadios, restaurantes, universidades?
Si hacemos esta pregunta a un cristiano, un judío, o un musulmán, nos va probablemente a responder —queriendo cortar de tajo con toda esta conversación— que es debido al «pecado original» y haber sido expulsados del edén, que nos hace desconfiar los unos de los otros y separar los baños de hombres y mujeres en los espacios públicos.
Si hacemos la misma pregunta a un sociólogo posmoderno deconstruccionista de la UDG, o de la UNAM, nos va a decir quizás que separamos los baños para compensar por una educación deficiente y mal orientada, «patriarcal», muy arraigada en el mexicano, o por una mala construcción social del significado colectivo de la convivencia, o de las nociones de comunidad etc., y que todo eso debe ser corregido cueste lo que cueste.
La socióloga feminista probablemente añadirá al comentario anterior que «lo privado es lo público» y de ahí nadie la moverá hasta el final de los tiempos.
Ambos pensarán que los «baños públicos neutros» son la revolución que llegó para cambiar al mundo, «desde el fondo de la taza hasta la silla presidencial patriarcal» o alguna cosa por el estilo. Como si la separación de baños públicos por sexo no fuese la solución práctica y pacífica a varios problemas prácticos no siempre pacíficos, en básicamente toda sociedad contemporánea civilizada y funcional.
Un psicólogo del comportamiento podría quizás aventurar la idea de que cada sexo utiliza los baños para cosas distintas: cosas como maquillarse, contemplarse en el espejo, o socializar, puede hacer que la mujer en promedio, permanezca un poco más de tiempo en el baño que el varón.
Aquí, un abogado tomaría la palabra para recordarnos: «entre individuos como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz», a lo cual los «activistas de la diversidad» querrán llevar agua a su molino agregando que los hombres —en su muy particular definición de hombres— también tienen derecho a maquillarse y contemplarse en el espejo.
Si hacemos la pregunta a un biólogo o a un psicólogo evolutivo, nos va a decir que —en la práctica como en la teoría— una sociedad moderna tiene que separar los baños por sexo debido a que hay diferencias connaturales entre hombres y mujeres que hace permanente entre ellos la tensión sexual, sobre todo en su etapa reproductiva —que suele coincidir con la de los universitarios.
Este mismo biólogo nos diría que —a menos que se salga de control— la tensión sexual entre hombres y mujeres no es algo que haya que «erradicar» como quisieran muchas feministas, ya que se trata de un comportamiento normal en todos los mamíferos que no debería preocuparnos porque así es como funciona el homo sapiens: un animal biológico y cultural al mismo tiempo.
Biológicamente hablando, la solución de separar los baños es la más práctica de todas, y curiosamente, también la más humana.
El asunto de los «baños públicos neutros» en las universidades y otros espacios públicos es interesante en la medida en la que lo abordamos de una manera humana, respetuosa, comprensiva, y sobre todo de una manera auténticamente interdisciplinaria, es decir, tomándonos en serio elementos antropológicos, sociológicos, psicológicos, mezclados con una poca de biología evolutiva, etc.
Si no lo hacemos así, el tema de los «baños públicos neutros» regresa a ser lo que frecuentemente ha sido: un tema egoísta, solipsista, estancado, doctrinario, peleonero, que pone de mal humor a la gente porque solo distrae e infesta la agenda universitaria con politización de la destructiva.
Hay preguntas que no deben ser menospreciadas o hechas a un lado dogmáticamente como por ejemplo ¿y qué piensan muchas mujeres con hijos pequeños sobre los «baños públicos neutros»? ¿y qué piensan los hombres?
El problema de la «inclusión» que se pretende solucionar mediante los «baños públicos neutros», es reducible, si lo pensamos tantito, a una única pregunta ¿Podemos crear una sociedad en la que no existan diferencias entre el espacio público y el espacio privado?
La pregunta parte de la premisa de que, entre todos, ya decidimos que es deseable que no existan diferencias entre el espacio público y el privado ¿es verdad que entre todos ya decidimos que lo deseamos? ¿es esa una premisa inteligente, realista y sobre todo, deseable?
George Orwell en su famosísima novela 1984 sugiere que no. Esa eliminación de la línea que divide a lo público de lo privado es la que da inicio a los totalitarismos, que no son sistemas sociales muy bonitos en los que alguno de nosotros quisiera vivir, a menos de que nos falte un tornillo, o estemos un poco locos, o traigamos algo contra los demás.
La realidad es que la condición humana y el mundo como tal, no son perfectos y separamos los baños públicos como solución práctica al problema de la convivencia pacífica, porque hasta los «baños neutros» que tenemos en casa solo funcionan si uno mismo es limpio, cosa que en mucha gente aún no se da, ni se dará jamás por respeto a la privacidad y al derecho que tiene cada quien de vivir en su propia inmundicia personal si así lo quiere.
No se dará tampoco en los espacios públicos de las sociedades libres. Las libertades en el espacio público tienen un costo, que en el caso del retrete público, ese costo se llama «separación».
Todo depende de qué haya estudiado -si realmente lo hizo- la persona (ese fulanito o fulanita) a quien hagamos tan interesante pregunta. Quisiera poder decir que la respuesta a un asunto tan trascendente va ser científica en todo momento, pero hay muy poca gente en nuestro país que se plantee este tipo de problemas de manera verdaderamente científica, incluso al interior de las universidades privadas o públicas.
Estas últimas -hay que recordarlo- están demasiado distraídas con la ideología de género y el activismo por todos-los-derechos-ninguna de-las-responsabilidades, como para prestar atención a los temas trascendentales de nuestro tiempo
Un ejemplo de una buena teoría es aquella de la «psicología inversa» sobre todo si se aplica en los contextos correctos. La imagen de aquí abajito muestra en qué consiste la teoría: se puede persuadir a alguien de hacer algo solicitando exactamente lo contrario (funciona sobre todo en niños y gente infantilizada). Doy este ejemplo porque hoy tendremos que hablar sobre lo contrario: una mala, una pésima teoría que además genera violencia. La que azota al país para ser precisos.
En días pasados aparecieron en este mismo suplemento universitario dos artículos describiendo acciones preocupantemente irresponsables contra la mal llamada «violencia de género» en el Instituto Politécnico así como en la Universidad Autónoma Metropolitana. ¿Y nadie tiene nada que agregar? ¿Dónde está el debate universitario? ¿Y por qué no comenzar yendo nada menos que al grano?
Sucede, amigos y amigas universitarios, que la misma teoría que, llevada a la práctica desata eso que llaman «violencia contra la mujer» y «violencia de género», es la misma “teoría” que está siendo utilizada (de manera fracasada) para detener esa misma violencia: me refiero al «feminismo de género» y la «teoría» que lo sustenta (interesados investigar a doña Judith Butler). Ahí está el meollo de todo este asunto, para que nadie se siga equivocando
¿Qué ocurriría si la lectura de «Bambi, una vida en el bosque» -la novela original del austriaco Félix Salten publicada en 1923- fuese, junto con el examen de admisión, el nuevo requisito de ingreso a la universidad? La pregunta es buena porque no se trata de una obra menor; y mucho menos se trata de una obra menor para niños.
Bambi es la historia de un venado cola blanca que nace, aprende cosas sobre la vida en el bosque con otros animales, pasa por varios ritos de iniciación en su adolescencia y juventud, que coinciden con la muerte de su madre y el reencuentro con su padre, hasta que Bambi se transforma en un recio venado adulto. La novela armoniza elementos filosóficos sobre la vida, la muerte, la madurez y sus transformaciones, el ser humano y su relación destructiva con la naturaleza, el amor romántico y la lucha por la vida
En un pasado artículo (¿Cabe más gente en el planeta o ya se llenó?) sugerí que por largos períodos históricos hemos podido “engañar” un poco a la madre naturaleza, que siempre nos envía hambrunas, epidemias y guerras, para disuadirnos de nuestro empeño en seguir “humanizando” al planeta en lo que algunos han empezado a llamar antropoceno (antropos = hombre).
¿Y qué es el antropoceno?. Una definición provisional (o definición de trabajo) podría ser la siguiente: la sustitución del mundo natural por un mundo creado por los seres humanos. Más específicamente, el uso de los sistemas creados por el ser humano para sustituir a los sistemas naturales. Lo anterior implica quizás la manipulación casi completa de la naturaleza por los seres humanos vía la tecnología y la cultura
Ahora usted, he notado señor presidente, inicia su ceremonia del grito de independencia con un “…mexicanas… mexicanos…», alternando luego los nombres de Hidalgo y Allende con los de Josefa Ortiz de Domínguez y Leona Vicario, en sustitución de independentistas otrora evocados como Javier Mina, Juan Aldama, Mariano Jiménez o Pedro Moreno. Todos ellos fusilados, sus cabezas decapitadas, clavadas en una pica, o colgadas en una jaula, según haya sido su suerte. Hombres que murieron (mejor venadeados a balazos que enfermos en sus lechos, dirán algunos)… pero en su mayoría intentando conquistar una identidad y territorio propios, sin los cuales, imposible es el escapar de la pobreza, según la entienden antropólogos como Oscar Lewis, señor presidente.
Lewis entendió la pobreza (tras cuarenta años de estudiarla en México) como ese sentimiento que experimentan los seres humanos (tanto ricos como pobres) de no tener un poco de control sobre las circunstancias que le permiten a uno formarse un destino propio. De ahí la importancia de los héroes patrios, de la violencia con la que murieron, sin ellos no podría haber prosperidad
Si organizáramos un concierto al aire libre al que fuera toda la humanidad, la superficie de la Isla Mauricio -esa pequeñita frente a Madagascar- bastaría para armarla, sin problemas. Sí porque, somos 8000 millones de seres humanos (un ocho con nueve ceros: 8,000,000,000). Pensando que, en todo concierto al aire libre, según va llegando la gente se suelen ocupar los lugares de adelante para atrás, hombro con hombro (para ver mejor), más o menos de a cuatro personas por metro cuadrado y así hasta terminar. Lo único que necesitaríamos, sería un recinto de 2,000 km² en bajadita (de preferencia)
Si una persona le planta cara a una concentración grande de gente -una multitud digamos- para apaciblemente decirles «no tienen la menor idea de lo que están haciendo, ya no cuenten conmigo, a partir de ahora pueden arreglárselas como mejor se les antoje, me largo de aquí, buena suerte idiotas», es más probable que esa persona sea un hombre que una mujer. Incluso sustrayendo el «idiotas» de la despedida, va a ser muy difícil encontrar a una mujer que se atreva a armar en la vida real un suceso como el anterior (Hollywood, esa gran lavandería de cerebros, es otra cosa).
Hay dos tipos de hombres feministas: el «hombre feminista de corazón» y el «hombre feminista ficticio». En ninguno de los dos confío. La semana pasada esbocé brevemente la premisa general que sustenta esta desconfianza. Expliqué con ejemplos que en una variedad de temas importantes (incluyendo algunos de seguridad nacional) hemos sustituido a las ciencias sociales y a las humanidades por los «estudios de género» y el «feminismo», que no constituyen una ciencia sino una ideología solipsista, reduccionista y frecuentemente sociopática. Y te preguntarás ¿y qué son y qué efecto producen las ideologías en la gente en general y en los hombres en particular?