
Cuando estudié en la universidad, licenciatura, maestría, y más recientemente en el doctorado eran muy frecuentes las conversaciones informales en las cafeterías y en los bares entre mis compañeros e incluso entre mis profesores.
Con relativa frecuencia acabábamos hablando de temas de gran alcance: los sistemas energéticos regionales, el futuro del ecosistema global, las finanzas mundiales, los monopolios alimenticios globales, etcétera.
Después de varios cafés —o varias cervezas— (todo esto fue en Norwich, Inglaterra, en donde, por razones que en México deberíamos investigar, hay «pubs» dentro de los campos universitarios, en donde todos beben alcohol, y si quieren se embriagan, pero no al punto de ponerse excesivamente idiotas o impertinentes, haciendo necesaria la clausura de dichos lugares).
Cuando hablábamos de los grandes problemas globales —estaba yo diciendo— , después de varios cafés o varias cervezas, nunca faltaba quien empezara a vociferar sobre la necesidad de una crisis financiera de dimensiones sobrenaturales, —es decir, el derrumbe total del sistema financiero global— como la única posible «salvación de nuestro planeta».
La premisa subyacente a todo esto, por supuesto, era que el capitalismo financiero era la raíz de todos los problemas: el cambio climático, el acaparamiento gandalla de los suelos fértiles, la minería a cielo abierto, el crecimiento urbano desenfrenado, las guerras por el petróleo, etc. ¿Solución? El sistema financiero global debía caer.
Y haré un comentario adicional que quizás capture el sabor de aquellos momentos: no era raro escuchar a los mismos profesores —tanto los eméritos de la vieja guardia, como los más jóvenes—expresarse en términos similares dentro del aula de clase: «solo algo muy parecido a una catástrofe financiera inédita en la historia podría salvarnos y salvar al ecosistema global…etc.».
Quince o diez años después la receta, para los mismos problemas, es completamente otra: vuélvete homosexual, o algo que se le parezca (i.e. feminista). Ya no son los sistemas lo que hay que trasformar, ahora la receta consiste en hacer ingeniería social con los individuos, con sus mentes y con sus identidades.
La otra importante diferencia es que esa receta ya no proviene de los cálculos exagerados que cada persona haga sobre la situación actual, ahora proviene de las instituciones globales mismas que promueven la ideología de género: vuélvete gay, bisexual, o algo parecido, se “fluido”, y convence a tus compañeros, si eres estudiante, o a tus alumnos, si eres profesor. Es una orden. Y es de carácter mundial, o sea que nadie, individuo o institución, se escapa de esta.
Para ello, la Agenda 2030 de los Objetivos del Desarrollo Sostenible de la ONU es el caballo de Troya global para lo que realmente interesa a quienes gobiernan este mundo: «transversalizar» y «normalizar» la «perspectiva ideológica de género».
El mito del caballo de Troya (según lo narran Homero en la Odisea y Virgilio en la Eneida) consiste en lo siguiente: una gran estructura de madera con forma de caballo fue utilizada por el ejército aqueo como estratagema para infiltrarse por la ciudad amurallada de Troya (hoy bordeando el estrecho de Dardanelos en Turquía, que conecta Europa con Asia, un lugar muy interesante).
Los troyanos tomaron el caballo colocado a las afueras de la muralla como un signo de victoria para ellos, metieron el caballo a la fortaleza sin saber que dentro se escondían varios soldados aqueos.
Durante la madrugada los soldados salieron del caballo, mataron a los centinelas y abrieron la muralla para que entrara el ejército aqueo. El desenlace fue la caída de Troya.
Para que funcione, no todo en el caballo de Troya puede ser contrabando —ese es precisamente el chiste— muy tramposamente, la Agenda 2030 revuelve las cosas buenas —el combate a la pobreza y la protección de los mares, digamos— con aquellas que no necesariamente lo son: en particular los objetivos relacionados con la «igualdad de género».
Creo que pocos lo han notado a estas alturas— considerar al hombre y a la mujer como iguales, es una de las máximas expresiones de cosificación y de absoluto desprecio hacia la realidad y condición del ser humano, junto quizás con cosas como el genocidio, la tortura, y la pederastia. Y sus efectos inmediatos están a la vista.
Según he podido verificar de manera directa en mi entorno social en México, pueden haber muy buenas intenciones, pero en los hechos, la agenda de género destruye vidas, parejas, matrimonios, familias, identidades individuales, carreras, amistades, comunidades, tejido social, organizaciones, países. Tiene a nuestro país hincado y convertido en un cementerio.
¿Y cuál es el diagnóstico y la solución ofrecida por muchos académicos irresponsables asesorados por el instituto nacional de las mujeres y cosas parecidas? Vivimos en un país de machos enfermos, necesitamos más ideología de género. Y así hasta que desaparezca todo y todos.
Es difícil no anticipar que, de continuar sin cambios esta tendencia, acabará destruyendo en no más de dos o tres décadas a la civilización occidental en su totalidad—y sus satélites imitadores como México— para sustituirla con nada, porque la ideología de género no ofrece ningún proyecto de civilización alterna que no sea el solipsismo femenino autodestructivo como forma de vida.
Y esto no es ninguna exageración: el golpe a la identidad sexual del individuo —ya hubo otros golpes a la identidad, como la religiosa, la nacional,— es el último golpe mortal a una sociedad y a la humanidad incluso, si se vuelve el «brazo cultural» de un gobierno policíaco mundial tecno-totalitario oligárquico.
El conflicto Ucraniano —dejemos ya de confundirnos— es una guerra cultural de Rusia contra toda la ideología de género occidental. Le entraron al capitalismo, pero ellos no quieren hundirse junto con occidente: «¡momento, momento, momentito!: húndanse, autodestrúyanse ustedes solos, pero no nos lleven a nosotros a su matadero» es su lema de salvación.
Todo lo demás que se dice, son, más probablemente que no, distractores. Porque no hay agenda más importante que la agenda de salvación, la agenda de la sobrevivencia.
Lo “bueno” —según la hipótesis Schumpeterianoide— es que al hundirse la sociedad, también todos los problemas globales desaparecerán, desde el cambio climático hasta la contaminación de los mares.
No me sorprendería que, los ideólogos globales de la ideología de género, lo estuviesen viendo todo en términos de ideología económica schumpeteriana, de una especie de «destrucción creativa».
La agenda de la (auto) destrucción —aún no veo de dónde vaya a venir la “creatividad”— ya la estamos viendo: una buena parte de la mal llamada «violencia de género» que vemos todos los días, es una reacción que no debería sorprender a nadie, cuando consideramos toda la violencia ideológica que ha introducido en la sociedad y en las instituciones la ideología de género.
Su modus operandi podría sintetizarse en al menos cuatro estrategias verificables a simple vista en nuestro entorno familiar y social:
1) usar las leyes, al aparato político, la cultura y los medios de comunicación para volver a los hombres más como mujeres y a las mujeres más como hombres…
2) utilizar el poder sexual y reproductivo de la mujer para corromperla a ella, para doblegar y corromper al varón (solo hay que ver a bad bony), para luego corromper a las instituciones y a la sociedad entera. Hay que ir tras de los niños y de los adolescentes, ante todo…
3) a los hombres y mujeres que no se dejen confundir en su identidad sexual, convertirlos en enemigos mutuos, destruyendo la relación que hay entre ellos así como sus relaciones sociales (¿hay algo más lucrativo que destruir el núcleo familiar como resultado de este desmembramiento?). Se abren nuevos y suculentos mercados nunca antes imaginados, para los monopolios globales.
4) acusar y penalizar a todo el que disienta como persona enferma, misógina, homofóbica, de ultraderecha radical, etcétera.
En mi estimación profesional y científica, no sólo NO ES necesario destruir al ser humano y su tejido social para salvar al planeta: sin individuos mentalmente ecuánimes y un tejido social fuerte, será difícil, si no imposible, enfrentar casi cualquier problema global o local en el futuro a mediano y largo plazo: desde la drogadicción y trafico de personas, hasta la crisis energética y la producción y suministro de alimentos.
Una sociedad ideológicamente pulverizada, confundida y fragmentada no puede hacer nada para sobrevivir, está aniquilada. Como ya lo dijo alguien cuyo nombre no recuerdo: las sociedades no mueren, se suicidan.
Pues bueno, hay gente muy poderosa, los titiriteros globales que detentan los monopolios financieros, bélicos, y de medios de comunicación, que creen que el mundo necesita que toda la gente se vuelva homosexual o algo parecido.
Por eso algunos profesores ya no podemos dar ciertas clases. Todas las universidades e instituciones de educación superior, casi sin excepción, han sido convertidas en centros de adoctrinamiento de la ideología de género.
Ríos de dinero fluyen hacia nuevas plazas académicas y departamentos en «estudios de género», «comisiones de igualdad», congresos, becas, publicaciones, dinero para activismo y papel de baño.
La orden suprema —y el varo— fluye desde arriba a instancias como todo el sistema ONU el BM, el BID, la OMC…y prácticamente todas las agencias y organismos multilaterales. Y de ahí a todos los sistemas circulatorios gubernamentales del orbe: estamos delante de los titiriteros globales que operan a través de diversas «fundaciones» que movilizan tsunamis de dinero vertical y horizontal y que anuncian sin pena en la red cuáles son sus objetivos:
World Economic Forum, Open Society Foundation, Chen-Zuckerberg Initiative, Bill and Melinda Gates Foundation, Rockefeller Foundation, Ford Foundation, Tides Foundation, por mencionar solo algunas.
Como Doctor en ciencias ambientales y economía para la sostenibilidad, como profesor universitario con cualidades de enseñanza profesional “excepcionales” (según los propios alumnos), he intentado por varios semestres impartir materias que abordasen la Agenda 2030 y sus 17 objetivos de manera científica y honesta, dilucidando con autenticidad cuáles pueden ser sus alcances y sus límites reales. La tarea ha demostrado ser improbable, imposible.
Pude comprobar, en salones mayoritariamente de alumnas de quinto y sexto semestre, en estado de severo adoctrinamiento —aparentemente irreversible—, que la ideología de género contamina las aulas de clases y confisca las mentes de quien asiste a ellas, (dado que uno de los objetivos 2030 es precisamente «transversalizar» la agenda de género hacia todo el curriculum universitario—como bien insistía el nuevo coordinador «no binario» del área académica de humanidades—).
¿Y mis pocos alumnos varones? Amordazados, indoctrinados, reclutados, o vueltos unos auténticos zombis, sin capacidad, ni para pensar, ni para actuar de ninguna manera, respecto a nada.
Yo los comprendo y me solidarizo. En su lugar, me sentiría igual de atrapado en ese circulo perverso que forman alrededor de uno las mujeres jóvenes del clan: lo último que un universitario varón quiere es enemistarse con las chicas, ser «el apestado», la víctima desahuciada de su violencia verbal mortal.
Es triste no poder hacer nada por esta pobre gente que paga noventa mil pesos el semestre para que le hagan lavado cerebral en una universidad privada de reconocido prestigio todos los días. Yo mejor abriría una tienda de pasteles —y me los comería todos—.
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