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No votaré por ninguna

Una esposa feminista es una mujer que, primero elige para casarse a un hombre de mucho mayor estatus que el suyo, y luego utiliza a las instituciones y leyes del Estado para extorsionarlo con demandas categóricas de “igualdad”, destruyendo así el vínculo de confianza personal, familiar y social que tenía con él.

Dicho de otro modo, una esposa feminista es una mujer que se vale del aparato legal, de la participación activa y financiamiento del Estado —todo ello potenciado de manera demencial por la tecnología— para destruir aquello que los sociólogos llaman tejido social.

En medio de toda esta diarrea fuera de la bacinica gubernamental, la feminista nunca pierde la ocasión para recordarnos a todos su «Derecho a vivir una libre de violencia» en una «Cultura de la paz». Como si quisieran resucitar aquello que aún podía decirse en la Inglaterra post-victoriana: «Las mujeres nunca tienen la culpa».

No estamos, sin embargo, en la Inglaterra post-victoriana sino en el México del siglo XXI y toda acción tiene consecuencias. Esta enfermedad mental, o comportamiento sociopático entre las mujeres —transmitido por el feminismo— debe ser estudiado, sancionado y abortado de las instituciones políticas y culturales en general, de las finanzas públicas y de las leyes con la debida seriedad y firmeza.

Si no lo hacemos y permitimos que se extienda de una generación a otra entre las familias hasta abarcar a la cultura en su totalidad, ello puede significar el autoaniquilamiento de toda una sociedad y una nación, o por lo menos el arribo al tipo de sociedad rota, embrutecida, sin identidad, incoherente, envilecida y llena de violencia y enfermedades mentales como en la que poco a poco nos hemos estado convirtiendo desde hace ya algunos años.

La mala noticia —para quienes recién se adentran en este tema— es que las civilizaciones no mueren, se suicidan.

Y es que, la mujer nunca ha querido —ni querrá jamás— una relación de «igualdad» con el varón, esa es la primera lección que todo hombre aprende de pequeño en la escuela, en la secundaria o prepa, y que típicamente le rompe el corazón. Hoy con tanta feminista y sodomita rondando por doquier, dando consejos, ésta importante lección de vida ha sido trágicamente olvidada y no es parte ya de nuestra sabiduría colectiva y popular.

El deseo —y exigencia— de toda mujer en todas las culturas y tiempos ha sido siempre el poder relacionarse con un hombre de mayor estatus que el suyo. ¿Para qué? para tener más y mejores motivos para respetarlo, para que ese hombre la proteja (de otros hombres, del mundo, de los rayos, de los leopardos, pero sobre todo, para que la proteja de sí misma), y para que ese hombre la haga crecer socialmente, a ella y a sus crías.

Cito el caso exitoso de Cenicienta, la muchacha que buscó y consiguió precisamente una relación de desigualdad con un príncipe para elevar su condición y estatus social. Y entre mayor fuese esa desigualdad con el príncipe, mejor para la muchacha.

Esto es porque el ser humano hace dos cosas solamente: reproducirse y sobrevivir. La mujer reproduce a la especie, y el hombre se encarga de la sobrevivencia; puede haber matices, variaciones, pero más o menos ahí se da el equilibrio de fuerzas en una sociedad sin violencia.

Ella monopoliza el sexo, la reproducción, los hijos, la vida privada y la aceptación social, y él a cambio, monopoliza los recursos, las instituciones, la cultura y el orden públicos.

Para «vivir una vida libre de violencia» ninguno de los dos debe querer arrebatar el monopolio natural del otro, porque entonces se desgracian las familias, cunden las enfermedades mentales, se corrompe el tejido social y empezamos a vivir como leopardos, como hienas o como cerdos.

Antropológicamente hablando, la muchacha Cenicienta no solo es un arquetipo insuperable, representa también una necesidad biológica, genética y evolutiva ineludible para toda mujer, incluso para las que claman no querer tener hijos a los 21, pero si a los 42.

No existen las mujeres que no sean cenicientas de algún tipo. Las hay abiertamente, encubiertamente, descubiertamente, negacionistamente cenicientas, pero todas al final, la misma cosa: cenicientas. Cenicienta no desaparecerá porque es un arquetipo asociado a una de las necesidades vitales más hondas de la especie por ser el largo resultado de una evolución biológica cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, hace unos siete millones de años, por lo menos.

Es cierto que a lo largo de la historia ha existido una proporción muy pequeña pero influyente de mujeres que han exhibido una mentalidad más masculina que femenina y que han mostrado ser aptas para ejercer un liderazgo de estilo masculino (La dama de hierro, Margaret Thatcher). Esto no significa que todas las mujeres sean potenciales candidatos a ejercer ese tipo de liderazgo.

Cenicienta es el modelo mayoritario entre las mujeres y no va a desaparecer. Tan no va a desaparecer que Cenicienta en tiempos de enajenación tecnológica y redes sociales, lejos de desaparecer como arquetipo, se ha intensificado insalubremente hasta convertirse en un espectáculo denigrante y de mal gusto, con rasgos apocalípticos incluso: rápidamente está destruyendo la salud mental de las personas, las relaciones humanas, las familias y el tejido social.

Baste decir que en la era digital entre el 85% o 90% de las Cenicientas solo tiene ojos para el 10% de los hombres más encumbrados socialmente (un fenómeno tan estudiado como ignorado en la actualidad). El pacto social parece quebrantado, como un gran ventanal venido abajo en cristales diminutos.

Por lo anterior, pocas cosas en este mundo suenan más apestosamente falsas y burlonas como escuchar a una mujer vociferando ante un micrófono que “es tiempo de mujeres” y “tiempo de igualdad entre hombres y mujeres”.

El solipsismo, que es más o menos normal y natural en casi toda mujer, en la feminista típica se transforma en un veneno que es mortífero hasta para ella misma. Hoy ya no sería difícil argumentar que la causa numero uno de feminicidios en el país es el feminismo y las dinámicas sociales que desata.

Cuando una mujer dice que quiere igualdad con el hombre, pero con sus actos y comportamientos nos confirma exactamente lo contrario, lo que en realidad quiere es someter al varón. Parte de ese sometimiento lo consigue haciendo un uso abusivo de la tecnología para aplanar las diferencias connaturales entre hombres y mujeres.

Si esa misma Cenicienta actúa y vocifera su rollo de igualdad en el espacio público porque es tiempo de elecciones y quiere que votemos por Cenicienta para presidente, lo que quiere no solo es la sumisión del hombre, sino también la disolución del orden social natural. Hoy podríamos estar, por primera vez en la historia, conociendo a qué sabe un gobierno de mujeres y para mujeres, algo muy cercano a una dictadura feminista.

¿Y los «sabios» ancianos de la tribu? ¿dónde están cuando más se les necesita? Están demasiado ocupados dejándose amancebar, en su nuevo rol de monigotes peleles de sus chulas hijitas y nietecitas feministas, o de sus relevos presidenciales, usufructuando vaquetonamente una paz y coherencia social por siglos (o milenios) heredada, y que ellos nunca tuvieron que construir, pero a la que ellos mismos están poniendo, sin darse cuenta, punto final. En la recta final, en ancianito feministo solo quiere estar bien con todos. Pero ¿se podrá confiar en él?

Una mujer que quiere someter al varón, amancebándolo desde la presidencia de la república, se de cuenta de ello o no, quiere también el envilecimiento y la destrucción de la sociedad, porque la mujer jamás podrá alterar el orden natural de la especie, pero si desmantelarlo y destruirlo socialmente.

Una mujer cenicienta que quiere ser presidente de la república no puede ser una buena mujer en principio de cuentas, su sistema de valores está muy probablemente envenenado y corrompido por un instinto tanático de muerte, o quizás de venganza o revancha, aunque en la superficie siga peinándose y sonriendo mientras saluda a la muchedumbre.

Quiere tener autoridad en el espacio público, pero sin asumir la responsabilidad que exige esa autoridad. Por eso la dictadura tecnológica sonríe a las obedientes mujeres en puestos de alta autoridad.

Votar por una mujer presidente de la república, es uno de los peores mensajes que una civilización puede mandarse a sí misma. Las monarquías, o los regímenes de la antigüedad, etc. son distintos porque el poder les viene de Dios, pero en una democracia, significa que ni hombres ni mujeres creen ya en sí mismos, ni en las generaciones que vengan, no creen realmente en nada, no creen en la razón, ni en la ciencia, ni en la biología, no creen en valores esenciales o permanentes. Mucho menos creen en un Dios o en una entidad creadora superior. No creen en nada en particular. Creen solamente que hoy hay que ir a votar, porque “es lo que han estado diciendo… que salgamos todos a votar”.

Yo por mi parte no votaré por ninguna mujer para la presidencia de la república. Comprendo que la mayor parte de la gente sí lo hará convencida de que será algo bueno para el país. Y quizás tengan razón, pero también comprendo que Cenicienta Xóchitl o Cenicienta Claudia, o cualquiera otra Cenicienta quiere ser presidente de la República, por añadidura también quiere ser «Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas» (como nenes pequeños gritándole a papá en el coche, que ya es su turno de ir al volante)

Comprendo también que si nosotros votamos por “ella”, “elle” o “ello”, porque “es tiempo de mujeres” y no queremos ser salpicados con acusaciones odiosas de “misoginia” o «sexismo» y entonces cedemos a la extorsión cochina y votamos (porque ni modo que no, si esto es una democracia, ¿qué no?)… pues entonces habrá que aceptar quizás la muy realista posibilidad de que estemos, como hombres y como mujeres, mexicanos todos, sabiéndolo o sin saberlo, poco más o menos que completa, total y absolutamente…jodidos

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