Para Enrique Cuevas y Paola del Conde
Las sociedades no mueren, se arrojan a las vías del tren (o sea avientan por la ventana). Tiempo antes de su colapso final, muchas civilizaciones del pasado (Mesopotamia, Grecia, Roma) transitaron por un periodo de decadencia moral y homosexualización normalizada que las hizo destruirse a sí mismas desde dentro. Corrompiendo y envenenando relaciones, amistades, amores, familias, instituciones, naciones.

El homosexual varón promedio —si lo tomamos como unidad de análisis sociológico— tiene algo así como 25 años menos de esperanza de vida, que el varón convencional promedio. Son los principales consumidores de metanfetaminas derivadas de sus prácticas sexuales y estilos de vida desenfrenados; tienen altas tasas de suicidio, y mejor ahí lo dejamos. «Aceptar» no es lo mismo que «promover», y en este caso, no hay mucho que promover entre los niños y adolescentes en edad escolar, a menos que seamos psicópatas o sociópatas, queriendo acabar con todo lo que nos rodea, porque la vida «no nos trató bien», o algo a lo largo del camino «no nos gustó».
¿Por qué tan poca gente evoca la historia y los conocimientos científico-sociales que tenemos durante el «mes del orgullo»? No digo que lo hagan en la arena pública, pero sí al menos en el ámbito privado de sus conciencias. Ultimadamente ¿puede acaso más nuestro miedo a ofender que nuestro instinto de sobrevivencia como sociedad? ¿será que a estas alturas ya tenemos vocación para el auto aniquilamiento?
Constitucionalmente hablando, los integrantes de la población LGBT, tienen derecho a un lugar en la sociedad, pero ¿deben gozar del derecho especial a ser promovidos a todo lo ancho y largo de las instituciones y de la cultura?, ¿por qué estamos promoviendo su sistema de valores como si éste debiera prevalecer por encima de cualquier otro? Todo esto huele a suicidio social.
En el aula de clase, en las calles, en la tele y redes sociales, se espera que todos los mexicanos exalten y promuevan el estilo de vida de esta minoría en aprietos—o en necesidad de ayuda profesional— como si fueran héroes nacionales.
Hay torrentes de dinero global lloviendo a la tal agenda «de la diversidad». Eso se sabe, o debería ser un hecho conocido por todos a estas alturas, pero ¿acaso no tenemos ya corazón y mente, y tejido social, que nos proteja, que se le resista? ¿por qué obedecer como mansos borregos rumbo al matadero?, ¿por qué no desacatar esa agenda demoníaca como principio básico de sobrevivencia?, ¿nos tienen tan lavado el cerebro que es ya imposible reaccionar, dejar de beber el demente veneno?
En esto, demasiadas mujeres están siendo demasiado obedientes y sumisas, acatando como idiotas la agenda impuesta ¿por qué?. ¿Por qué hay tantas mujeres promoviendo la homosexualidad? ¿no se dan cuenta que se están autodestruyendo y destruyendo todo su entorno familiar y social? ¿Realmente debemos creer que su cerebro se encoge al tamaño de una semilla de alpiste con solo escuchar la hueca frase «amor es amor»?
Bajando un momento la mirada al terreno de los asuntos prácticos, además de atestiguar cómo se ha forzado el «lenguaje inclusivo» al interior de las instituciones con «manuales de comportamiento», hemos visto también cómo se ha intentado prohibir el uso de palabras como «puto» en los partidos de futbol, a pesar de que la Constitución (Articulo 6) prohíbe prohibirla y a pesar de que los putos utilizan «puto» para hablar de sí mismos y de otros putos.
Basta con encender la televisión para comprender una vez más que «puto» emana dulzura y nostalgia cuando se le compara con las bajezas apestosas y de mal gusto que entre homosexuales utilizan para insultarse unos a otros hasta en películas y programas de televisión.
«Puto» es una palabra intuitiva y de lo más útil en el habla mexicana citadina y rural, en los salones de clases y de baile, en las reuniones, en los talleres, en las parcelas agrícolas e invernaderos, en las oficinas. En los estadios de futbol se utiliza con alegría desbordada. Existe, de hecho, un muy decoroso himno en su honor.
Todo esto por muy buenas razones: la palabra puto es clara, precisa, económica, desafiante y cariñosa a la vez (putito), afable, sincera, flexible, alegre, festiva, en los hechos inofensiva, práctica, e incluso discreta y cortés —polite—si se la compara con otras más explícitas y pornográficamente fuertes como «sodomita».
Hecho a un lado el anterior prejuicio lingüístico y haciendo a un lado también la torpe y aburrida discusión entorno a la existencia, o no, de las «mujeres homosexuales», el argumento —en construcción— que nos interesa exponer es el siguiente: cuando los hombres son impíos, las mujeres buscan putos y se dejan buscar por putos. ¿Suena gracioso, a poco no? Bueno, tal vez no lo sea tanto.
Esta vez mi crítica va dirigida al hombre. ¿Es culpa del hombre que haya tantas feministas inteligentes promoviendo la homosexualidad?.
Cuando el hombre se convierte en un pequeño animal factual, que acumula datos y cifras, sin ninguna creencia particular en nada que no pase por sus cinco sentidos.
Cuando piensa que la vida puede ser un rompecabezas científico, pero no deja espacio libre en su mente para ningún interés especulativo por lo desconocido, ni para gozar de ciertos misterios que ofrece la vida o, si se quiere, el cosmos. Cuando no guía la moralidad de sus actos por una espiritualidad de tipo religioso.
Cuando esto sucede, entonces de pronto se encuentra con que la mujer empieza a prolongar más y más el tiempo que pasa conviviendo con putos.
Todo este asunto comenzó igual que la semana pasada, cuando pregunté al oráculo de Google ¿por qué hay tanto perro en los parques? solo que esta vez —es decir ayer, día de las marchas «del orgullo» — cambié la pregunta: ¿por qué hay tanto puto últimamente, por todos lados?. No andaba yo tras de ninguna respuesta real, ni tratando de adquirir conocimientos nuevos. No.
Andaba simplemente, como tantas otras millones de personas, queriendo perezosamente canalizar mi descontento mientras veía en las noticias feas imágenes callejeras de gente semidesnuda, ataviada grotescamente con tiras negras de cuero con estoperoles, con máscaras cornadas de chivo o del diablo, bailando en medio de todo ese estercolero café del que cada mes de junio, todos los ciudadanos estamos obligados a sentirnos «orgullosos». Muchos dicen que es un desfile multicolor, pero yo lo veo café. Muy café. Muy, muy, café.
La respuesta del oráculo de Google a mi pregunta fue abundante y tediosa, pero llamó perezosamente mi atención un video en una esquina de mi pantalla intitulado Why do women love gay men. Al terminar de verlo, el mensaje era claro —y obvio. La autora del filme invita a la audiencia masculina a imaginar la situación existencial de toda mujer joven, todo el día, todos los días: en su tradicional rol de reproducir a la especie, la mujer es, por naturaleza, un ser lleno de dudas, miedos, ansiedad, desconfianza y estrés.
Si a todo lo anterior añadimos el «peligro sexual» que representan los hombres por el solo hecho de sentir atracción sexual hacia ellas, ¿por qué nos sorprende que la mujer sienta alivio y relajación cada minuto que pasa en compañía de un hombre puto cuya amistad eunuca y libre de deseos sexuales hacia ella no hace otra cosa que apaciguarla y llenarla de sosiego y pensamientos tranquilos, colmados de conejitos rosas esponjosos, inofensivos?
No tardé ni centésimas de segundo en conectar ideas: el hombre puto de hoy ha estado llenando el vacío dejado por el confiable hombre pío de antaño, y por eso el hombre puto de hoy ha proliferado tanto y llenado las calles, las oficinas, y hasta las recámaras. Ocurre, que no solo les abren las puertas, sino también las patas. En el sentido más vulgar del término.
Vaya, vaya. Quien lo dijera. Alguien leyendo esto podría estar ya pensando en material para varias nuevas adivinanzas del estilo: ¿ …y en qué se parecen un siervo de Dios y un puto?. En que ambos llevan relaciones sosegadas con las chicas, solo que uno lo hace alabando a Dios y el otro vistiéndose de chivo en la marcha del orgullo. A las chicas les da igual. La de cosas que uno aprende.
Dije que no quería hacer mi argumento más complicado de lo necesario, y no lo haré —lo haré todavía más sencillo: Alexis de Toqueville, el filósofo francés, temió y vaticinó desde el siglo XIX, que las democracias occidentales acabarían convirtiéndose en sociedades infantilizadas y controladas totalitariamente por regímenes políticos tiranos disfrazados de gobiernos nanas, o niñeras.
¿Y?
Bueno, es muy posible que hoy la mujer goce más de la compañía del hombre puto, sencillamente porque este la hace sentirse más un infante en desarrollo que una mujer plena. Y eso, a cada vez más «mujeres» parece gustarles: es más fácil vivir como un menor de edad que como un adulto. El hombre normal, en cambio, con su impertinente y tonta hambre sexual, lo único que hace es estarle recordando, cada minuto que pasan juntos, que ella ya no es un infante, sino una mujer plena y en forma, una dama, también con hambre. Y ni lo mande Dios.
2024/06/30

2 replies on “Las sociedades no mueren, se avientan por la ventana”
[…] Si permitimos que el feminismo se extienda de una generación a otra entre las familias (o lo que quede de ellas) hasta abarcar a la cultura en su totalidad, ello podría significar el autoaniquilamiento progresivo de toda nuestra sociedad y cultura (o lo que quede de ella). Podría significar —por lo menos— el lastimero arribo al tipo de sociedad perturbada, rota, embrutecida, sin identidad, incoherente, envilecida y llena de violencia y enfermedades mentales como en la que poco a poco nos hemos estado convirtiendo desde hace ya algunos años, en nombre de «la inclusión» y la «diversidad». La mala noticia —para quienes recién se adentran en este tema— es que las civilizaciones no mueren, se avientan por la ventana. […]
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[…] Porque las mujeres, si bien reproducen biológicamente a la especie, por sí mismas no evolucionaron psicológicamente para formar sociedades, y mucho menos para incorporar la dimensión masculina a la organización civilizada de las mismas. Cada vez que la mujer pretende asumir estos roles, el conjunto social degenera y muere. […]
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