
Huir a Marte como solución a los problemas en la Tierra es un tema sobre el que no se habla con seriedad porque sólo la caricaturización parece la postura sensata. Así que aventuremos la «hipótesis juguetona» o experimento mental, de que existen en la actualidad, dos paradigmas o proyectos de conservación biológica diametralmente antagónicos: el proyecto neoliberal tenocientífico «yo me voy a Marte» y el autónomo (y con frecuencia también autóctono) «yo me quedo aquí»
El primero sería una especie de proyecto neo-conservador tecno-cosificante en el que algunos «elegidos» se salvarían al interior de una especie de arca de Noé interplanetaria, mientras que el grueso de una población humana empobrecida y sin acceso a recursos naturales, financieros, tecnológicos y militares, se vería condenada a un segundo diluvio universal, esta vez incandescente, en medio de una espiral climática irreversible junto a la muerte del bioma terrestre.

En nuestro experimento mental, el proyecto comunitario autónomo y autóctono, —incluso «neo-zapatista» digamos— de conservación, partiría de la importante premisa de que los ecosistemas permanecen vivos y de que deberían ser conservados holística e integralmente, típicamente in situ y en comunión con el mundo natural.
Mucho conocemos ya sobre este proyecto. El segundo proyecto, del cual conocemos más bien poco, partiría de la espeluznante premisa de que los ecosistemas están (o van a estarlo en un mediano y largo plazo) irremediablemente muertos y por tanto hay que salvaguardar-amputar lo mejor que hay en ellos para su posterior transferencia a condiciones controladas más benignas, típicamente ex situ en bancos de germoplasma, por ejemplo, y quizás involucrando experimentos genéticos o incluso transgénicos.
En tal proyecto la evolución biológica parece no ser ya tan importante ni tan buena. Tales «condiciones más benignas» serían con frecuencia instrumentadas en relación a la posibilidad —pero sólo al alcance de ciertos bienaventurados— de migrar a otros planetas, en particular Marte. O de perdida, la luna.
Existe cierta evidencia, ya no anecdótica sino financiera, de que las cosas comienzan a tomarse cada vez más en serio. Más allá de las portadas de revistas de muy alta circulación como Time Magazine, New Scientist, dedicadas al tema, supimos en los años 80s del multimillonario proyecto Biosfera II en el desierto de Arizona, cuyo objetivo fue el «generar las condiciones para establecer vida humana en la luna o Marte replicando los ecosistemas terrestres».





Hoy nos enteramos del proyecto holandés «Mars One» (www.mars-one.com) en el cual participa la Universidad de Twente, y cuyo objetivo declarado es «establecer la primer comunidad humana en Marte para el año 2020». Recientemente, el político mexicano Porfirio Muñoz Ledo ha comentado en televisión abierta lo siguiente:
[…] déjenme pensar en ciencia ficción —porque ahora las películas nos han acostumbrado a ver la ida a otro planeta—¿cuántas películas recientes vemos, —veo muchas de ellas porque voy con mi hijita generalmente al cine? yo creo que este año he visto seis u ocho que tienen que ver con la destrucción del planeta tierra [..si] de que hay un momento que tenemos que migrar a otros planetas y mandar a las gentes a que funden civilizaciones distintas […] esto puede parecer frívolo pero no lo es, está creando un subconsciente colectivo de que «aguas».


El proyecto marciano de supervivencia de los más financieramente acaudalados quizás nunca fructifique, o al menos es poco probable que fructifique a tiempo. Existe, sin embargo, una importante reflexión detrás del inconsciente colectivo que se está formando al interior de una «cultura del escape», y de los condicionamientos sociales que esta acarrea.
Frente a los dos proyectos antagónicos de conservación, uno presto a declarar al bioma terrestre vivo y el otro presto a declararlo muerto, un corolario bien podría ser el siguiente: ya que no podemos, en un contexto de «cooperación» internacional, responder a la pregunta ¿qué piensa realmente la gente cuando habla de conservación biológica?
Vale la pena quizás recordar desde el lugar que ocupamos en nuestras tareas de conservación locales, la pregunta que el viejo adagio hace a manera de recomendación: ¿sabe cada uno de nosotros para quién trabaja?